Judit por Abel Fernández Larrea

by    /  September 4, 2013  / No comments

la tía elshvieta tenía como ochenta años. nunca se casó. era menuda, con el pelo corto y anteojos de los que sobresalía una nariz muy grande. a simple vista no parecía tener sexo. papá siempre decía de ella que “lucía como woody allen, el director de cine americano”. mamá siempre le reñía a papá, cada vez que él, ante la inminente visita de la tía, soltaba el comentario. la tía, por su parte, no venía a visitarnos muy de seguido.

ella y la abuela eran hermanas, pero por alguna razón no se hablaban. cuando la abuela murió, papá convenció a la tía para que viniera a vivir con nosotros a haifa. al principio ella se resistía, mas terminó haciendo el viaje desde birobidzhan para instalarse en nuestro apartamento. la convivencia duró un mes. al final la tía dijo que prefería vivir sola y estuvo a punto de regresarse a trans-siberia. entonces papá le dijo que no hacía falta regresar a ningún sitio y le alquiló un apartamento cerca del nuestro en neve sha’anan.

venía a veces en rosh hashana y en otras fiestas, aunque ninguno de nosotros observaba la tradición. sin embargo, nunca faltaba en yom hashoah, el día en que todos recordábamos el holocausto. ese día, mientras en el barrio la mayoría iba a la sinagoga o andaba por la calle, nosotros hacíamos una cena sencilla para la que mamá preparaba pastelillos “como en jabarovsk”. a la tía le encantaban esos pastelillos. podía comer diez de una sentada, y luego decía que se sentía mal y que mejor regresaba a su casa. papá siempre la convencía de quedarse, y nos mandaba a mi hermano y a mí a que le preparásemos una de las camas en nuestra habitación. en la noche, mi hermano pequeño dormía con papá y mamá, mientras que a mí me tocaba quedarme en la habitación con la tía, lo que me provocaba siempre un poco de aprensión.

  1. Abel Fernández Larrea
  2. Narrador, editor, traductor, ensayista, profesor universitario y músico.
  3. Ha publicado el libro de cuentos “Absolut Röntgen” (Caja China, 2009). Su novela “1991” permanence inédita, aunque obtuvo la Beca de Creación Frónesis (2012) de la Asociación Hermanos Saíz, Cuba. En el 2012 también ganó el Premio Fundación de la Ciudad de Matanzas por el volumen de cuentos “Berlineses”.
  4. Sus cuentos y ensayos han aparecido en las revistas literarias cubanas Matanzas, El Cuentero, La Letra del Escriba, El Caimán Barbudo y Voces.
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la tía hablaba dormida. la mayoría de las veces decía consignas en ruso, como si estuviera en un mitin, arengando a obreros. papá me había dicho que ella había sido comisaria del pueblo, con una labor muy activa después de la guerra. también me había dicho que por culpa de ella muchos habían sido expulsados del partido, y que eso equivalía a perderlo todo. incluso la gente fue a parar a los gulags por culpa de la tía. ella, mientras tanto, había sido condecorada con la orden lenin.

otras veces, dormida, hablaba en yidish. estos sueños parecían más viejos, de antes o de durante la guerra. eran sueños convulsos. yo no entendía mucho el yidish, solo algunas palabras. de lo que entendía, parecía hablar con alguien, diciéndole “mi amor, mi amor, no lo hagas”. a veces decía el nombre de la abuela. otras, repetía un nombre: rudolf. pasaron varios años para que pudiera conocer la historia, para entender el porqué de los sueños de la tía elshvieta.

  1. El Escritor Habla
  2. Entrevista por Justo Planas.
  3. No me identifico mucho con mi generación, o al menos con esa generación a la que te refieres, los más contemporáneos. Tenemos perspectivas y gustos diferentes, podría decir que hasta sistemas de ideas diferentes.
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entonces yo estaba terminando la secundaria. había leído algo sobre la gran guerra, sobre las masacres, las evacuaciones, los campos de exterminio. me interesaba sobre todo lo relacionado con la invasión germano-rumana y la resistencia de los partisanos. pensaba que quizás la tía elshvieta, que había vivido esa época, podría saber más del tema.

un día, al salir de la escuela, decidí pasar por su apartamento camino a casa. la tía no estaba, así que tuve que esperarla sentado en la escalera. al rato apareció, cargada con las bolsas de la compra. se alegró de verme y yo pensé que era buena señal, así que la ayudé a cargar las bolsas. la tía, para su edad, subía las escaleras con más energía que yo. supuse que era la costumbre de andar de un sitio a otro cuando era comisaria. pusimos las compras sobre la mesa. la tía no dejaba de mirarme y hacer comentarios de cuánto había crecido, aunque no hacía un mes de la última vez que ella había estado en casa.

—¡pero qué grande estás, misha! —decía—, ¡cada vez te pareces más a tu padre.

luego me ofreció una merienda y se puso a preparar un refresco de naranja. yo me acerqué mientras ella cortaba las naranjas. tenía el pulso firme. de un solo tajo partía la fruta en dos mitades.

—tía —le dije, atreviéndome por fin a hablar—, ¿puedes contarme algo de la gran guerra?

le cambió el semblante. el cuchillo se detuvo justo al rozar la superficie de una naranja. la tía movió la cabeza y continuó hincando el filo en la fruta. luego dejó el cuchillo y se puso a exprimir una mitad a mano. el pulso le temblaba.

—¿qué quieres saber? —me dijo al fin.

—no sé… cualquier cosa.

—nuestra región estaba muy lejos del frente. es poco lo que te podría contar.

terminó de exprimir las naranjas. añadió agua y un poco de azúcar y me sirvió un vaso lleno junto a una galleta. yo no le volví a preguntar. bebí el vaso en silencio, mordisqueando la galleta entre sorbo y sorbo. al rato ella había olvidado el incidente y repetía una y otra vez que estaba encantada por la visita. al marcharme, insistió en que le llevara algunas naranjas a mi madre.

durante un mes estuve yendo con frecuencia a casa de la tía. no le hacía preguntas, aunque sabía que algo ocultaba tras su reticencia al tema, y albergaba la secreta esperanza de que en algún momento se decidiera a contarme. ella, por el contrario, me distraía invitándome a merendar, a veces té y buñuelos, a veces refresco y galletas. de vez en cuando hacía historias, pero estas eran siempre sobre la vida en la región autónoma, allá en la lejana trans-siberia. al principio sus historias no despertaban mi interés. luego me fui habituando a sus relatos de obreros construyendo la vida en condiciones adversas.

un día dejé de visitarla. nada en especial, solo tenía que empezar a pensar en los exámenes y poco a poco fui desviando mi atención a otras materias.

ese año tía elshvieta no estuvo con nosotros en yom hashoah. llamó por teléfono para decir que estaba indispuesta, y que lo sentía muchísimo. mi madre le dijo que le guardaría pastelillos de jabarovsk. ni siquiera eso pareció animarla. luego de la cena, me fui a mi habitación a hacer los deberes y me sorprendí extrañando a la tía, incluso cuando hablara dormida en medio de la noche.

a la semana siguiente, papá tuvo que llevar a la tía elshvieta al hospital. allí le hicieron exámenes y le diagnosticaron una afección severa del corazón. la dejaron interna y se hablaba de la necesidad de operarla. papá y mamá se turnaban para quedarse con ella. yo estaba tan ocupado con mis exámenes que solo fui a verla una vez. ella dormía. me quedé un rato por si despertaba, vigilándole el sueño. la tía no despertó. tampoco dijo una palabra.

llegó el verano y con éste el fin de la secundaria. entonces estaba más preocupado por la universidad, por irme de casa. la tía no mejoraba, pero se manifestaba renuente a cualquier operación. a principios de elul decidieron enviarla a casa, para ver si un ambiente más familiar le asentaba. la instalamos en mi habitación, en la cama de mi hermano, y trajimos de su apartamento alguna ropa y un cajón que ella insistía en tener consigo.

desde que llegó a casa sentí que no me quitaba la vista de encima. yo me sentí un poco culpable por haber dejado de frecuentarla, y por no haber ido más a menudo a verla al hospital. esa noche, mientras dormía, habló todo el tiempo en yidish. una y otra vez repetía las mismas palabras, los mismos nombres: el de la abuela y el del tal rudolf. cuando desperté en la mañana ella ya estaba levantada. parecía haber estado horas observándome dormir.

—misha —me dijo cuando abrí los ojos—, ven aquí, ven conmigo.

me desperecé con un gran bostezo. salté de la cama y me senté en el borde de la suya.

—voy a contarte algo que nadie sabe. algo que he callado por mucho tiempo.

sentí que se me erizaban los pelos de la nuca. al fin tendría mi historia de guerrilleros peleando contra nazis.

—¿ves aquel cajón, el que trajeron de mi apartamento? —la tía señalaba al cajón sin mirarlo, sin quitarme la vista de encima—. alcánzamelo, por favor.

era un cajón mediano, forrado de cuero. los goznes chirriaron al cargarlo, y al dejarlo caer sobre la cama la tapa saltó. dentro había montones de papeles, cartas y condecoraciones. ahí estaba la orden lenin, que a tantos les habría costado la expulsión del partido. también había muchas fotografías. en todas ellas aparecía la tía elshvieta, vestida con uniforme gris y botas militares. a veces se la veía caminando por la nieve trans-siberiana, otras en elegantes oficinas, estrechando las manos de líderes del partido, o siendo condecorada por su labor política. en todas se la podía reconocer fácilmente: el pelo corto, la ausencia de maquillaje, la mirada dura tras los anteojos. en una, sin embargo, no se parecía en nada. la reconocí por cierto aire familiar, y porque se parecía en algo a las fotos que había visto de la abuela. la fotografía tenía fecha de 1941, cuando la tía elshvieta tendría alrededor de veinte años.

—ah, la dulce juventud —suspiró al ver la fotografía—, así era yo antes de la guerra. aquí tenía dieciocho.

en otra fotografía, aparecía ella junto a la abuela, pero ya la tía elshvieta lucía el pelo corto y la mirada severa.

—esta fue a los días de llegar a Birobidzhan —dijo—, fue un viaje largo en el tren, muy largo.

sus palabras me provocaron dudas. hasta entonces había pensado que ellas, mi abuela y la tía, siempre habían vivido en birobidzhan. seguí mirando entre los papeles. de repente, no podía creerlo, en el fondo del cajón había un sello del einsatzgruppe d, de los que se ponían en el collar de la chaqueta. lo reconocí al instante, de tanto verlo en los libros de historia. el sello tenía una mancha casi negra que parecía formar parte ya de la tela.

—¡oh, rudolf, rudolf! —suspiró la tía. los ojos se le volvieron vidriosos.

volví a poner el sello en el fondo del cajón y coloqué la tapa en su sitio. la tía elshvieta bajó la cabeza y se cubrió la cara con las manos.

—en 1941 —comenzó diciendo— vivíamos tu abuela y yo, en la aldea de bilivka, cerca de vinnitsa, en ucrania. ambas éramos alumnas aplicadas de la escuela regional, y nos preparábamos para ir a la universidad. pero entonces vino la blitzkrieg. los hombres tuvieron que marchar a la guerra, solo quedaron los más viejos y los niños. las mujeres nos quedamos en la aldea haciendo todo el trabajo. cortábamos la leña, cargábamos el agua, dábamos de comer a los animales.

—una mañana escuchamos disparos cerca de la aldea. la guerra avanzaba hacia nosotros. todos teníamos mucho miedo, así que nos ocultamos en el sótano de la casa del rabino. estuvimos allí, apiñados, cerca de dos horas, pensando que en cualquier momento llegarían los soldados. luego todo acabó. hubo un gran silencio y no supimos qué habría ocurrido, y el miedo nos impedía salir a averiguar. por la tarde, como hacía tanto calor, decidí salir a buscar un balde de agua. en el pozo había muy poca, así que fui hasta el río, llevando dos baldes en lugar de uno.

—regresaba del río cuando lo vi, tirado bajo un abeto, inmóvil. era un soldado alemán, muy joven, y estaba herido en una pierna. cuando me acerqué a él comenzó a temblar. decía cosas sin sentido. yo dudé unos instantes entre seguir de largo dejándolo allí tirado o ayudarlo. al final decidí darle un poco de agua, le limpié la herida de la pierna y se la vendé usando mi pañoleta.

—durante una semana fui a verlo a diario, tratando de que nadie me viera. le llevaba agua y comida, que robaba de la despensa, y revisaba su herida mientras conversábamos. se llamaba rudolf y era teniente del einsatzgruppe d, que en aquel momento no sabía qué significaba. él decía que estaba en contra de la guerra, que no quería matar a nadie y que solo lo hacía por obligación. decía que en el año 39 había comenzado a estudiar literatura, pero entonces lo mandaron al ejército y tuvo que dejar la universidad. me recitaba poemas de schiller, de hölderlin o de novalis, y al hacerlo le brillaban intensamente los ojos azules.

—un día ya no estaba. con mis cuidados su herida había sanado y ya podía caminar. me entristeció que se fuera sin despedirse, pero pensé que era mejor que el regresara con los suyos tan pronto como pudiera. sin embargo, pasaron los días y a cada rato me descubría pensando en él.

la tía elshvieta acercó el cajón a sí. lo abrió y se puso a revisar las fotografías. recorría cada una con las manos y luego las apartaba. se detuvo al llegar a la foto donde estaban ella y la abuela. estuvo un rato mirándola en silencio. después la apartó, y buscó el sello en el fondo del cajón.

—días más tarde sentimos otra vez los disparos acercándose. esta vez era más fuerte, como de artillería pesada, y tanques abriéndose paso por el bosque. nos volvimos a ocultar en el sótano, y allí escuchamos el ruido de los carros cada vez más cerca. luego los escuchamos detenerse, ya en el pueblo, y entonces el ruido de botas y las órdenes en alemán. nos estaban buscando. las mujeres sollozaban, intentando a su vez evitar el llanto de los niños. los viejos rezaban en voz baja, guiados por el rabino. tu abuela y yo estábamos en un rincón, abrazadas. aunque pasara lo peor no podrían separarnos.

—no pasó mucho rato antes que un soldado descubriera nuestro escondite. nos sacaron a empujones, gritando insultos en alemán. así nos llevaron hasta el centro del pueblo. un chico intentó huir y uno de los soldados le disparó una ráfaga. el chico cayó de bruces, muerto, y entonces su madre comenzó a gritar y a darle golpes al soldado, que la apartaba con el fusil. otro soldado agarró a la mujer y de un empujón la puso de rodillas. entonces un oficial sacó su pistola y se la puso a la mujer en la nuca. solo un disparo. la mujer también cayó de bruces sobre el polvo. reconocí al oficial cuando alzó el rostro al guardar la pistola: era rudolf.

—nos dijeron que al día siguiente nos llevarían a vinnitsa. desde allí, un tren de carga nos llevaría a otro sitio, donde trabajaríamos para el reich. esa noche dormiríamos allí, y saldríamos a la mañana siguiente bien temprano. luego nos llevaron a un granero y nos encerraron a todos.

—por la noche entraron unos soldados. estaban borrachos y reían. nos llevaron a las jóvenes, diciendo que había fiesta. antes de salir, uno preguntó si alguien tenía algún instrumento musical. el viejo matvéi dijo que tenía un violín. también lo llevaron con nosotras.

—el cuartel lo habían montado en la casa del rabino, que era la más grande. en efecto, tenían fiesta allí. la casa estaba llena de soldados borrachos que comenzaron a silbar al llegar nosotras. le dijeron a matvéi que tocara. él sacó su violín y comenzó a tocar una polca. los soldados nos sacaron a bailar. nos ofrecían cigarros y coñac. yo buscaba en todos los rostros aquellos ojos azules de rudolf. no lo vi.

—rudolf apareció después. ya era bastante tarde. muchos de los soldados estaban tirados por los rincones, durmiendo la borrachera. otros salían de la habitación, llevándose a la última chica con la que habían bailado. a tu abuela y a mí intentaron separarnos. un soldado insistía en llevarse a tu abuela, pero yo no la soltaba. el soldado se burlaba con los otros. “qué le voy a hacer”, decía, “parece que he pescado dos de una vez”. los otros rieron. le dijeron que compartiera. intentaron zafarme de mi hermana, pero estábamos agarradas muy fuertemente y ellos estaban borrachos.

—entonces entró rudolf. preguntó qué pasaba y los soldados le explicaron. ordenó que me dejaran en paz. pensé que estaríamos salvadas, a pesar de todo, con rudolf. él se acercó a mí y me miró con ese brillo en sus ojos. solté a mi hermana. “¿y qué hacemos con la otra?”, preguntó uno de los soldados. se refería a tu abuela. “pueden llevársela”, dijo rudolf. yo grité. no quería que se llevaran a tu abuela. intenté volver a agarrarla, pero rudolf me detuvo, aguantándome con fuerza. los soldados se la llevaron y yo me quedé llorando.

la tía elshvieta se cubrió la cara con las manos. comprendí que estaba reviviendo sucesos que hacía mucho tiempo que llevaba ocultos. nunca antes había escuchado nada de lo que ocurrió allí. ni siquiera a la abuela.

la tía lloraba, apretando el sello contra la palma de la mano. luego me contó cómo rudolf había intentado quitarle la ropa, y que al ella negarse él se enfureció y comenzó a golpearla, gritándole que ella era una judía y que todos los de su raza iban a morir. que a cientos ya los habían matado en vinnitsa. él mismo, con sus propias manos, le había disparado a más de veinte. luego tomó a la tía por la fuerza y la llevó a la habitación del rabino, donde continuó golpeándola y vejándola, y le arrancó el vestido y la forzó y la violó.

—cuando terminó, yo lloraba desconsoladamente. estaba muy golpeada, me sangraba la nariz. me dolía todo el cuerpo y sobre todo sentía asco de mí misma y mucho miedo. él encendió un cigarro y se sentó a fumarlo en el borde de la cama, en silencio. al terminar el cigarro tiró la colilla al suelo y la aplastó con la bota, luego cayó sobre la almohada y se quedó dormido. yo no quería moverme por miedo a despertarlo, pero tenía que salir de allí, tenía que huir. así que en un momento hice acopio de fuerza y valor y me levanté despacito. él no despertó.

—afuera solo había soldados durmiendo la borrachera. nadie se movía. salí a la noche, medio desnuda y sangrando. en medio de la oscuridad tropecé con una pila de leña. me entró pavor de que el ruido fuera a despertar a los soldados, así que busqué a tientas el hacha, para defenderme. nadie despertó, pero sentí un gemido a unos pasos de distancia. era mi hermana, reconocí su voz aunque susurraba. me acerqué. ella también estada golpeada y con los vestidos rotos. la habían forzado entre varios. tenía la boca rota, los ojos morados y lloraba de rabia, pero sin fuerzas. sentí la cólera infinita apoderarse de mí. agarré fuerte el hacha.

—en la habitación, rudolf aún dormía, con la cabeza ladeada sobre la almohada. se parecía al rudolf que había conocido bajo el abeto, el joven herido que recitaba poesía. pero nada podía borrar las últimas imágenes, la violación, las vejaciones, los golpes. la soltura y la frialdad con las que le había disparado a la mujer. había dicho que todos nosotros, judíos, íbamos a morir. que él mismo había matado no menos de veinte. empuñé el hacha en el aire y la dejé caer de un mandoble.

la tía elshvieta reprodujo el movimiento del hacha en el aire. luego quedó un instante, con la cabeza gacha, mirándose las manos. en ellas, el sello del einsatzgruppe d, con la mancha casi negra de la sangre seca.

imaginé a la tía como a judit, la heroína que salva a su pueblo de los invasores, decapitando a su general. la imaginé blandiendo la rubia cabeza del teniente alemán. llevándola a los suyos encerrados en el granero para liberarlos. la tía callaba, gacha la cabeza y la vista fija en el sello.

—¿y qué pasó después? —dije sin poder resistir la tentación de saber lo que imaginaba: la tía heroína liberando a su pueblo.

—después fui a buscar a tu abuela —dijo ella—, la ayudé a ponerse de pie y nos escabullimos en dirección al bosque. anduvimos varios días hasta encontrar a nuestras tropas. ellos nos pusieron en un tren militar con destino a birobidzhan y jabarovsk.

miré a la tía sorprendido. no era eso lo que esperaba.

—pero, ¿y los otros? —dije sin entender nada—. ¿y el viejo matvéi? ¿y las otras muchachas? ¿y los demás encerrados en el granero?

la tía elshvieta suspiró. guardó el sello dentro del cajón.

—¿los demás?, nunca supimos —dijo la tía cerrando la tapa—. ¡figúrate, de haberlos liberado nos habrían descubierto! eran demasiados.


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Los hechos y/o personajes de esta historia son ficticios, cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia.

All facts and characters appearing in this work are fictitious. Any resemblance to real persons, living or dead, is purely coincidental.

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