Hablábamos con Horror de eso Mismo

by    /  July 29, 2016  / 1 Comment

Del clarín escuchad el silencio. Image via: Amazon.com

Del clarín escuchad el silencio. Image via: Amazon.com


Orlando Luis Pardo Lazo comparte un fragmento de su libro nuevo, Del clarín escuchad el silencio: 59 poemas de amor y una canción contrarrevolucionaria.

Hablábamos con horror de política. Era el invierno de 1989 y recién empezábamos la universidad. Ninguno cumplía todavía ni veinte años y ya éramos cadáveres de la dieta colectivizada de aquellos años de gloria del comunismo cubano. Queríamos sobrevivir al fin de la historia. Pero afuera se acababa el mundo colorado. Aunque en Cuba lo único que caía era una lluvia colorada, según cuenta el poeta José Kozer. Los titulares de los periódicos eran tétricos. «El que a hierro mata, a hierro muere», por ejemplo. Las pedradas del muro de Berlín comenzaban a caer desde Beijing hasta Panamá. Uno de esos ladrillos se fue de órbita y tumbó al Sputnik (selección de selecciones en español de la prensa soviética, que circulaba perestroikamente en La Habana, causando la alarma de la casta proletaria en el poder). Fidel se puso muy serio. Ojeroso, desencajado. Creo recordar que encaneció en muy pocas semanas: una marioneta de María Antonieta. Perdió los dientes y le pusieron implantes. El eje Gorbachov-Ochoa ensombreció a nuestro ogro fidelantrópico. Con la falta de fuel del Este de Europa, Fidel fusiló a los héroes herejes de su totalitrópico. Tal vez Fidel fuera entonces el único cubano consciente de que aún tendríamos que sobrevivir treinta años arrastrando las cadenas anticapitalistas de su Revolución. Por el momento, nosotros hacíamos homéricamente el amor —no pocos lo intentábamos con torpeza tardía por primera vez—, mientras Fidel cavaba túneles que solo él sabía para qué o con quiénes se iban a emplear. Todo holocausto comienza con una letra muda.

  1. ¿Vale la pena enfocarse en las imágenes y palabras escapadas de la última utopía viviente en la Tierra? ¿Es la Cuba de hoy un país contemporáneo u otro idilio idiotlógico en el desierto ladinoamericano? ¿Nostalgia post-Guerra Fría con culpa o complicidad del Primer Mundo? ¿Cabe confiar que una Rewwwolución en Red removerá al régimen retrovolucionario de 1959? Aspiro a provocar más dudas que certezas. Leer o no leer: he aquí la cuestión.
  2. Orlando Luis Pardo Lazo nació en La Habana de 1971, donde aún reside y resiste. Como bloguero independiente, es escritor y fotógrafo. Su más reciente libro de ficción se llama BORING HOME (Garamond, 2009). Desde 2010 es el editor el e-zine literario y de opinión VOCES.

Hablábamos con horror de política. Era el verano de 1994 y recién terminábamos la universidad. Fidel lucía mucho más animado, rejuvenecido. Había hecho un pacto con el diablo o algo así. Pero el resto de la gente se veía flaca y con piel cetrina. Un pueblo con polineuritis y polineurosis. Sexo rentado y ansiolíticos en moneda nacional. En La Habana hubo asaltos espeluznantes y asesinatos en serie de un Hollywood clase Z. Los rumores cogían presión. Los suicidios estaban a la orden del día (algunos provocados por el Ministerio del Interior). A casi nadie lo cogían preso, pero las cárceles continuaban repletas: milagros materialistas de una retórica entre rejas. La moneda de nuestro enemigo a muerte poco a poco cicatrizaba una economía cauterizada por el Estado: Fidel en persona autorizó una dolorosa —y dolosa— dolarización. Los ahogados flotaban en las aguas tórrido-territoriales de la Isla: órganos comidos por los peces, a veces macheteados por otros balseros, encallaban por aquí y por allá sobre los arrecifes. La ciudad entera lo era: un desierto de dienteperros. Vi cubanos corriendo como caballos encabritados por las calles de Centro Habana. Gritaban «pinga». Gritaban «se cayó esto». Gritaban «hambre». Gritaban «libertad». Después, se lanzaban como lemmings al mar (es un mito biológico: el mar mismo es un mito en Cuba). Hubo un exilio intranacional en la base naval yanqui de Guantánamo: decenas de miles de cubanos huían desde Cuba hacia Cuba, ansiosos de ser hechos prisioneros por la marina norteamericana. Otros perdían las piernas en los campos minados con que Cuba dice protegerse de Estados Unidos (en realidad, ese muro de minas es para contener en casa a nuestra población). Por el momento, nosotros hacíamos planes laborales casi épicos —nadábamos en el tiempo solvente del Centro de Ingeniería Genética y Biotecnología (CIGB), adscrito al Consejo de Estado— mientras Fidel firmaba acuerdos migratorios a la cañona con Clinton, quien a su vez firmaba la Ley Helms-Burton para proporcionarle al castrismo el ansiado aislamiento donde incubar su burbuja de impunidad.

Hablábamos con horror de política. Era el invierno de 1998 y el Papa polaco silabeaba y se babeaba en La Habana. Sonreía con la paz de los santos a priori. Alzaba su voz más allá del carrillón de sus cuerdas vocales. Se le veía como un viejito entre sabio y escéptico, apenas en pie por la fuerza de su divina voluntad. Un verdadero poscomunista, que sabía que el castrismo intercontinental sería tan eterno como Roma misma (el castrismo encarna ese amor que el capital no puede proporcionarnos; el castrismo es un remedio paternalistísimo contra todas nuestras inciviles carencias de infancia; el castrismo es la mundana trinidad: Fidel, Estado, Revolución). Pensé que el Papa iba a colapsar de alegría en plena Plaza de la Revolución: «sois un pueblo muy entusiasta», nos mintió (somos la apatía hecha pueblo). Pero entre el populacho oímos otra vez los gritos de «Libertad, Libertad». Y todavía resonaban en nuestros oídos las palabras provocadoras del Padre Pedro Meurice en la misa de Santiago de Cuba (lo sobrecogedor fue oírlas por los micrófonos anquilosados de la TV nacional). Cargué un rato a mi novia. Pesaba. Hacía un sol impropio para la estación. El Che de acero y el Cristo de papel se derretían iconoclásticamente. Fidel usaba traje y no sé si corbata. Me dio un descenso premonitorio, un desmayito prodemocrático, pero resistí hasta el final (lo mismo que García Márquez y su cáncer pasado por internet cuando en Cuba aún no había internet). Cuando el avión del Papa despegó, entendí literalmente qué cosa era nuestra soledad secular, cuán solos estábamos como pueblo ante el titán eterno que era Fidel. Qué imposible tedio en el alma sería la vida de los cubanos sin nuestro querido primer dictador (llamar «dictadores» a los anteriores dictadores de la Isla sería una ofensa para quienes nos hemos acostumbrado a nuestro castrismo constitucional).

Hablábamos con horror de política. Era el verano de 2001 y Fidel se moría por primera vez (ya nadie recuerda este deceso). Un «descenso», según improvisó el canciller Pérez Roque en vivo en plena TV. A las pocas horas de su desmayo oficial, el comandante ya resucitaba espectacularmente en una Mesa Redonda espectral. Nuestro hombre en la Plaza hacía chistes sobre su muerte, jovial. Fidel dijo en cámara que su bajón había sido una especie de ensayo general para su velorio. Los locutores por primera vez en décadas lo desmentían. Le decían que no, que él nunca se podría morir. Y Fidel los evaluaba según el grado de abyección en público que demostraban. Nosotros ya no amábamos demasiado a nadie, pero los túneles de Fidel aún seguían allí (La Habana gruyère): traqueotomías tumefactas alumbradas con un bombillito ahorrador Made in Beijing. Esos alucinantes criaderos de hongos alimenticios y refugios anti-atómicos terminaron convertidos en nicho para las cópulas cubanas rigurosamente underground. Para colmo, para entonces ya me habían botado del CIGB, por ser «no idóneo» y tener planes secretos de emigrar (y encima haber escrito un poema contrarrevolucionario sobre la homilía del Papa en la Plaza en contraposición con los histerismos de Fidel allí). Me busqué un medio empleo como promotor cultural. Me vi de bufón amateur que simula alegría, anunciando peñas artísticas y presentaciones de libros y talleres literarios para tarados de la letra. Me sentía muy triste y muy libre. Dejé de leer. Mi mejor amigo murió de enfisema en una fiesta. Intuí que el próximo de mis mejores amigos en morir sería yo. Ya no quería ni salir de Cuba. Quería demostrarle al mundo que el fracaso del mejor de mi generación —yo— sería nuestra venganza colectiva contra el colectivismo de Fidel (co-lectivo: Cuba es un aula-jaula donde todos leemos lo mismo hasta la náusea).

Hablábamos con horror de política. Era la Primavera Negra de 2003 y yo era un periodista apócrifo in-the-pendiente. Cobraba derechos de autor clandestinos, en un campo literárido donde vivir del texto puede ser penado como un acto criminal. Por supuesto, también caí en la trama de publicar cuentos y poemas en Cuba: un país que por momentos parece un paraíso editorial y por momentos es una prisión pedagógica (Misión Makarenko). A veces, en la misma semana me daba el lujo de alternar heterónimos entre La Jiribilla castrista y la anticastrista Cubanet (al peor modus scribendi de un Pessoa pasado de moda entre el Ministerio de Cultura cubano y la Miracle Mile de Miami). Sospecho que fui el hombre más independiente de mi generación: un Kafka cubanietzsche autotitulado «der unabhängigste Mann in Amerika». Meses o años después, Fidel se cayó de cabeza y, todavía con su brazo izquierdo enyesado, sacó a los dólares de circulación. Lloré de pura nostalgia numismática: los pesos nacionales son de un diseño tan represivo que no dan ganas ni de hacerse rico. Además, ya me había acostumbrado a la iconografía de doble moneda de nuestro Das Kubapital. Me compré una cámara Canon y me concentré en fotografiar banderitas cubanas al por mayor: flagtografías. Pero al tercer día fui preso por retratar una chimenea en ruinas con un Martí ñato en primerísmo plano (me liberó un vecino que es capitán de la policía y conocía por dentro el dominó de la corrupción). No quedó nadie querido que no hubiera emigrado. Tuve que buscar el amor en dos o tres generaciones más jóvenes que yo (hoy todas son menores) y solo entonces entendí que el castrismo es una carambola donde nadie se encuentra nunca con el amor.

Ya no hablábamos ni con horror ni de política. Era el otoño de 2015 y Fidel era la sombra nonagenaria de un fetiche promocional de los piyamas Adidas, tecleando sus reflexiones para un siglo xxi que nunca fue (Fidel nos sigloveintificó la vida a golpe de su carisma o acaso sus cojones finiseculares). Por un resquicio del raulismo, un par de años antes me fui de Cuba con la promesa de no volver a ver la única ciudad en la que es creíble mi corazón (también prometí no publicar nada en Cuba hasta después del 1ro de Enero de 2059, cuando la Revolución sea solo un recuerdo risible). «Habana, ábrete y trágame», dejó escrito el siervo servil Virgilio Piñera antes de abrirse él y tragársela a ella (quod scripsi is crisis). Enmudecí, emputecí, envejecí. Olvidé, odié, olvidé. Fuera de la Isla descubrí que el Exilio es anterior a toda noción de nación, que la patria es un equívoco geográfico, que Fidel es efímero a perpetuidad, y que la Revolución existe porque existen las más caras universidades de Norteamérica (Fideivy League), donde mi testimonio fue tenido como una curiosidad de circo: «miren, es cubano y es crítico, ¿ya ven, compañeros y compañeras de la academia? ¡Las cosas en Cuba están cambiando!»

Esta columna es un fragmento del libro, Del clarín escuchad el silencio: 59 poemas de amor y una canción contrarrevolucionaria, por Orlando Luis Pardo Lazo.

One Comment on "Hablábamos con Horror de eso Mismo"

  1. Michel July 30, 2016 at 3:44 pm ·

    No solo vale la pena leerlo . Valdria la pena comprarlo. Juego literario q te hace conocer , recordar, y te traslada entre satira , tristeza y nostalgia , a unos años que aunq lo hayas vivido o no , resume la agonia historica de nuestro pueblo (en revolucion latente), en silencio perpetuo.

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