Helicópteros Históricos (Spanish Text)
by Orlando Luis Pardo Lazo / August 29, 2014 / No comments
Vuelos literarios con el Fidel Castro de los 80s.
Las literaturas de exilio son siempre más misteriosas que la de la nación dejada atrás. Los exiliados escriben en un aislamiento múltiple: lejos de la patria, del propio lenguaje, y del resto de los exiliados. De ahí esa literatura de vacíos que es rellenada con una nostalgia más o menos risible, y crea puentes inesperados entre lo que cada exiliado experimenta en su soledad.
- ¿Vale la pena enfocarse en las imágenes y palabras escapadas de la última utopía viviente en la Tierra? ¿Es la Cuba de hoy un país contemporáneo u otro idilio idiotlógico en el desierto ladinoamericano? ¿Nostalgia post-Guerra Fría con culpa o complicidad del Primer Mundo? ¿Cabe confiar que una Rewwwolución en Red removerá al régimen retrovolucionario de 1959? Aspiro a provocar más dudas que certezas. Leer o no leer: he aquí la cuestión.
- Orlando Luis Pardo Lazo nació en La Habana de 1971, donde aún reside y resiste. Como bloguero independiente, es escritor y fotógrafo. Su más reciente libro de ficción se llama BORING HOME (Garamond, 2009). Desde 2010 es el editor el e-zine literario y de opinión VOCES.
La Revolución comunista de Fidel Castro en este sentido es pródiga. Desde 1959, su año inaugural, Cuba comenzó a censurar y catapultar escritores fuera de sus fronteras. Todos los medios de prensa y culturales fueron confiscados por el Estado de manera arbitraria. Se implantó el realismo socialista al peor estilo soviético. Por lo que de inmediato se generó un generoso exilio que en pleno 2014 aún no deja de engrosarse, gracias a quienes escapan de la alguna vez llamada “Isla de la Libertad.”
En los años 80s, dos de esos escritores en fuga coincidieron en una inverosímil visión: mirar al país perdido desde el aire, personalizándolo en nuestro despótico Premier. En efecto, en las novelas “El color del verano” y “En mi jardín pastan los héroes”, Reinaldo Arenas (1943-1990) y Heberto Padilla (1932-2000), respectivamente, incluyen un cortocircuito de letras con el Comandante en Jefe que los expatrió. Así, ambos se inventan un paseo con Fidel Castro para recapitular esa Isla bajo control militar que, paradójicamente, fue y sigue siendo narrada como el paraíso proletario por antonomasia de la izquierda internacional.
Ninguna de estas dos novelas se ha publicado en Cuba, por supuesto, aunque son bastante conocidas allí entre los lectores libres en medio de las alambradas, gracias al tráfico de libros prohibidos que la dictadura ya no logra paralizar.
El “colorido verano” de Arenas es la apoteosis del desparpajo. Una mirada a vuelo de pájaro desde un helicóptero militar, donde Fidel otea con prismáticos sus posesiones, mientras va lanzando órdenes caprichosas a sus ministros, a la par que los ejecuta de uno en uno y de costa a costa, por ser tan incapaces como infieles a su voluntad absoluta de Titiritero Máximo en aquel tétrico teatro. El Castro de semejante pesadilla aérea es un monstruo del monólogo, casi un autista asesino que planea sobre una Revolución en ruinas, un ogro grosero que es caricaturizado con sarcasmo acaso como venganza del propio autor.
El “jardín heroico” de Padilla encarna ese patético Complejo de Edipo que nuestros intelectuales padecen con la Revolución. El protagonista es llevado como un zombi zoocialista para acceder a un diálogo adánico con Fidel y, de paso, para implorar su perdón (aunque no haya crimen, en la Cuba kafkiana siempre ha de haber culpa) y recibir sus instrucciones sobre qué hacer para no convertirse en un intelectual crítico al régimen. En esta arcadia de grandes alamedas con flores, a ras de una exitosa agricultura y ganadería de Primer Mundo, bajo el edén de una ceiba fiel y feliz, Castro regaña al autor por haber dudado de Él, por no creer ciegamente en Su autoridad, y terminan otra vez con binoculares desde un helicóptero que sobrevuela de punta a punta el país.
En ambas novelas, se trata de un Fidel flotante como medida de todas las Cubas.
Tanto Arenas como Padilla sufrieron prisión en la Isla, en los años 70s. Y los dos murieron sin que se les permitiera volver a la tierra donde nacieron. Sin embargo, o precisamente por eso, la literatura de ambos no dejó de desbordar cubanía ni en un solo párrafo. Arenas, desde la furia y el carnaval de una tierra baldía, un erial exhausto de toda ética. Padilla, desde un ejercicio de memoria moral que aspira a comprender y comprometerse con los laberintos de la Historia. Ambos son antípodas, híper-políticos, electrones extraviados de la órbita de un Apolo que apalea a sus hijos o acaso un hueco negro llamado Fidel.
Ese Castro, hoy ya octogenario, todavía sobrevive dos veces a cada autor: en sus biografías y en estas escenas convergentes de Arenas y Padilla, cuyos inconscientes creativos los subió a un helicóptero literario, uno y otro enfrentados a la fuente cubana de todo derecho y poder. En última instancia, estas dos novelas fueron sus perversos tributos al Narrador Omnisciente de una Era Revoluzoica que no tiene para cuándo acabar.
No sé qué va a pasar con la imaginación de los escritores cubanos, así en la Isla como en el Exilio, ahora que a Fidel ya sólo lo montan en una silla de ruedas.