Grafomanía por Lien Carrazana Lau

by    /  September 20, 2013  / No comments

I heard your voice through a photograph
I thought it up it brought up the past
once you know you can never go back
I’ve got to take it on the otherside.

Otherside, Red Hot Chili Peppers.

Es domingo. Exactamente las once y once cuando me besas por primera vez.

“Buenos días, mi china. Buenos días, mi amor”. Nos quedamos un poco así, enroscados entre cobertores, con la tenue luz de un día demasiado gris y frío para ser domingo en La Habana.

Desayunamos. Por extraño que parezca el café lo haces tú. Abro las ventanas y el invierno de La Habana exhibe su belleza frente a nuestros ojos.

Salimos vestidos igual que si estuviéramos en Europa y estos no fueran nuestros únicos abrigos elegantes. Llevas tu Nikon con municiones nuevas: un rollo entero para nosotros. Para gastarlo en La Cabaña mientras deambulamos por la feria, husmeamos entre los libros, pasamos revista por los estantes, saludamos a los conocidos, le pedimos a cualquiera: “¿Nos tomas una foto?”

Nos hacemos fotos en el muro que se extiende contemplando a La Habana desde arriba. Sentimos la misma superioridad de alzarnos sobre esa marea de gente que transita por las calles. Tomamos cerveza mirando el mar, algún barco que entra muy oportuno, hacemos planes sobre los planes ya hechos.

  1. Lien Carrazana Lau
  2. Photo of Lien Carrazana Lau
  3. Narradora, editora digital, pintora, diseñadora gráfica. Es la webmaster de Liencarrazana.com y La China Fuera de la Caja
  4. Se graduó de la Academia de Bellas Artes de San Alejandro. Cuentos suyos han aparecido en la antología Vida laboral y otros minicuentos (Cajachina, 2006) y en la revista literaria El Cuentero. Actualmente colabora en la redacción del portal web de noticias, literatura y opinión Diario de Cuba. Reside temporalmente en Madrid.
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Sonrío a tu lente, el viento despeina mi pelo, lo he dejado crecer para darte gusto, intento obviar la superstición de que cada vez que me dejo crecer el pelo algo sucede, algo se acaba o sale mal. Me lo miro, por los hombros ya, y un poco de ese miedo incoherente vuelve a mí, pero prefiero creer que esta vez será diferente.

Compro un libro. Un librito de sonetos. Tengo la secreta esperanza de escrutar al autor entre las palabras, descorrer ese velo falso que ponemos entre los demás y nosotros. Paso por la mesa para que el autor me lo firme. Lo saludas. Es un viejo conocido tuyo. Me presentas como tu novia. Tu eterna novia. Eso me hace sentir joven siempre, pero a veces me cuesta imaginarme siendo presentada de novia al cabo de cuatro años más, con un niño en un coche… Pero ahora no hay niño ni coche. Ni han pasado otros cuatro años.

Cae la tarde (como dicen en los malos cuentos) pero a nosotros nos parece un desplazamiento lógico hacia la noche. Regresamos a la mole de cemento. Veo las luces del túnel, naranjas y expectantes, es como volver al útero materno, como abrir los ojos ahora mismo y haber viajado desde este butacón, y sin abrir los ojos todavía seguir viajando hasta el punto mismo en que abrir los ojos en el butacón signifique lágrimas.

Cálidas lágrimas fluyendo de mis ojos, dejándose escurrir junto a los deseos desvanecidos con la luz que me devuelve a esta habitación tácita, llena de fotos desparramadas por el suelo. Pero sé que abrir los ojos y llorar será parte del proceso de imaginármelo todo, completamente todo, y no podría llorar de nuevo, no necesitaría llorar, ya lo he hecho con el pensamiento.

Tienes razón, la escritura es inútil, es repetición de aquello que ya fue hecho con la mente, por eso tú no escribes. ¿Será mejor dejarlo todo a la imaginación y a la vida?

No sé. Contradigo a mis pensamientos. Asalto las hojas con mi grafomanía, prostituyo el sueño en vigilia y lo transporto a estas cárceles letradas. Yo, y sólo yo, soy la culpable de mi vida, ésa que nadie escribió para mí y por eso es tan difícil interpretar un papel improvisado.

Quizás vine al mundo maldecida. Pero no, no lo creo. No tenemos verdugos, maldiciones, guerras que dependan de nosotros. No somos hijos en pugna por una corona. Somos, únicamente, dust in the wind, como la melodía que sale ahora de la radio, cuando todo está terriblemente calmado afuera, y sí, me siento polvo en el viento. Polvo que flota en espiral sobre esta isla.

Soy otra muchacha garabateando ideas sobre un cuaderno de 3,05 CUC (moneda libremente convertible: en mierda, iguales a los bonos coloniales). Ayer, en la penumbra del post-orgasmo, me decías, te decía, decíamos ambos: “Yo no quiero vivir una vida de ficción, comprar una comida de ficción con un dinero de ficción en una tienda de ficción”.

Pero lo cierto es que, ficción o realidad, la vida marca su reloj sobre nuestros cuerpos. La cabeza se va encaneciendo, los pelos se caen y estamos aquí, dentro de esta habitación, donde la atroz claridad del pre-orgasmo trae músicas y sombras hostiles a mi cabeza. Para mí, muchas Cubas existen, para ti, sólo una. En verdad sólo hay una. Esta tierra caliente, poblada de trabajadores y vagabundos, de altruistas y déspotas, escritores y camareras, apéndices y maestros, de violadores y cumplidores, de pioneros y extranjeros, la Cuba del Festival y las Artes, el mito revolucionario, el dinosaurio de tierra, un malecón que traza bordes en mis ideas; pero otra vez me equivoco, tú tienes razón, sólo una Isla existe.

Que muchas Cubas yo vea por cada ojo distinto no es más que la sutil trampa de este juego de ficciones. Lo asumo, nací bajo el retrato de “los próceres”. Soy su Muñequita irrompible. “Tómenme, hagan de mí lo que quieran, adoctrínenme, otórguenme un destino, una muerte, una ideología…” Eso estaba escrito en mi frente desde el principio.

Me acomodo en el butacón y tomo un bulto de fotos. Fotografías amarillas. Mi abuelo chino, foto tamaño de visa. Leo el reverso: “Tomada el 10 de agosto de 1958”, es la única imagen que tengo de mi abuelo. Nunca lo conocí, sólo queda esta foto. Tiene la cara alargada y seria. Sus ojos son tristes, nostálgicos, interrogantes.

Tomo una foto mía tamaño de visa. Miro mi rostro y reconozco por primera vez que me parezco a él. Algo en el fondo de mis ojos está también en el fondo de los suyos. Mi boca sonríe ladeada a la izquierda como la de él. Quizás, contra todo pronóstico, sea yo quien más se parezca a él en la familia. A ese chino inescrutable que arribó a la Isla con 18 años y cambió su nombre, impronunciable, por el occidentalizado José, ese hombre de quien llevo el apellido oriental que mis hijos no heredarán, como quizás no hereden su/mi sonrisa o ese misterio que nadie llegará a conocer enteramente: nuestro yo, nombre real que llevamos dentro como un tesoro que no podrán usurpar jamás.

Fotos grises. Fotos de los quince años de mi madre, gran mesa llena de dulces, refrescos, una tarta enorme, grupo de muchachas y muchachos alrededor de mi madre, situada al centro de la composición. Mi madre: una adolescente de pelo corto, collares de semillas y ropa de alfabetizadora. Mi madre: una joven de su tiempo, el futuro de la nación.

Yo no tengo fotos de quince, no me interesaban los trajes largos de alquiler, las poses. En mis quince no hubo un traje tan auténtico como el de mi madre. Ya Cuba era un país libre de analfabetismo y cumplir quince años no significaba nada como para ser “presentada en sociedad”. La nación estaba inamovible como tortuga dormida sobre el mar Caribe.

Fotos a color. Mis años líricos: la primera juventud, la edad de la inconsciencia. Mi foto de los veinte años. La playa de Varadero. En la arena está escrita la palabra: SOLEDAD. La playa es perfecta. El agua transparente. El cielo azul impecable. La arena más fina que la sal. Pero estaba sola, no estabas del otro lado del lente como ahora que me miras sentada en este butacón, rodeada de fotos, la ventana abierta a una Habana gris y conocida.

  1. El Escritor Habla
  2. Lien Carrazana Lau en sus propias palabras

  3. ¿Será pedir demasiado un lugar en el tiempo, un espacio en la mente de quienes sí pueden cambiar el mundo (un poco al menos)?
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“Como te gusta armar catástrofes”, me dices con una sonrisa. Me gusta revolver en el pasado. Una vez quise usar una de esas fotos como puerta para regresar a él, pero ya no es posible, ya me salí del todo, vivo en la conciencia, al final de la edad lírica. Y es mucho mejor así.

El butacón rojo es mi isla privada. Desde mi orilla te veo al otro lado del lente; desde mi butacón-isla soy la náufraga que ondea su banderita a tu barco. Parpadeas como el flash de la Nikon. Foto mía que te observa esperando el café de la mañana, el invierno que no existe en esta Habana tropical, ir juntos a la feria. Las fotos que no tenemos. “Sólo tengo rollos en blanco y negro, además, mi china, mira el sol que hace, tú sabes cómo debe estar esa feria hoy domingo”, me dices y tu barco se aleja rumbo al ordenador.

Salgo. Comprimida entre esas cuatro paredes no logro respirar. Tapias agujereadas que filtran los ruidos, el agua, la inquietud. No encuentro paz. La paz no existe afuera, en ningún sitio que recorro en este momento. Sobre su ausencia una corriente de gente se desplaza. Estoy triste. Mi tristeza es un aguacero cayendo sobre la gente, son las palabras rebotando en mi cerebro. Es la ciudad despedazada, asfixiada, agonizante en la amnesia. Grito hacia adentro. Pero mi voz se apaga en mis vísceras.

Camino entre la multitud. Feria del Libro, feria de palabras, feria de pensamientos. La gente compra panes, cervezas, fuma, se enamora, hace colas, sonríe, baila, recita poesía, se hace fotos junto al muro con La Habana de fondo. Entre ellos camino como una mujer transparente. Cada gota de agua me atraviesa y disuelve una parte de mí en el mar, en el aire, en la tierra negra. En los rostros, las pisadas, el cuerpo amorfo de la multitud.

Un libro. Quiero encontrar un libro entre tantos. Sería como encontrar un diamante que creíamos extinto. Recuerdo la presentación del libro de sonetos. El autor tiene nombre judío, perfil mágico y usa las camisas por dentro del pantalón. No me gustaron los sonetos. No logran llevarme al otro lado. Dejo el libro sobre la mesa de autógrafos.

Camino pabellón tras pabellón. Antigua cárcel de cuerpos, nueva cárcel de palabras. No encuentro nada, sólo escritores y lectores aglomerados en cada espacio de la Fortaleza de la Cabaña. Sólo un precipicio donde me siento al borde para imaginar como mi cuerpo se deja caer y se aplasta contra la yerba. Justo en el sitio donde fusilaron a alguien que también quiso un día encontrar un libro que le salvara la vida. Quizás lo encontró, y por ese libro debió morir.

Regreso a la ciudad. Llueve. Calle Obispo abajo siempre la misma travesía cubierta de piernas, brazos, hombros, caderas: la muchedumbre bajo la fría llovizna de febrero. Mis lágrimas se mezclan con la lluvia, telón de teatro para ocultar mi tristeza. Pero nadie lo nota. Puedo llorar frente a todos porque nadie me ve, estoy diluida en la tarde, los adoquines, los paraguas.

Tomo la calle Habana a la derecha. Barrio de Belén. Barrio negro, barrio pobre, barrio mío. Entro a mi calle. La música hunde en mis oídos una sentencia ineludible. El reguetón del vecino de la esquina me devuelve a mi hábitat. El agua levanta el olor de las flores secas, la comida podrida del basurero, el fango llega a mis pies. Una vez más soy loto.

Subo las escaleras. La angustia va disminuyendo en cada escalón. Otherside se escucha a través de la puerta, la música de Red Hot Chili Peppers me devuelve a ti. Dentro hay una temperatura infernal, sudas frente al ventilador, estás limpiando el lente de tu cámara. “¿Compraste algún libro?”, me preguntas mirándome el pelo mojado caer sobre los hombros.

No respondo nada. Te sonrío y entro al baño. Mis ojos escrutan un instante al otro yo del espejo. Me miro queriendo entrar, fundirme, penetrar al centro de mí misma. Volver a mí. Salgo del baño. Me siento en el ordenador: “No hay mejor lugar que uno mismo”.

Empiezo a teclear para buscar ese libro que necesito encontrar. Mañana será lunes y la feria habrá terminado. Mañana me cortaré el pelo para que nada malo ocurra entre nosotros, compraré un rollo a color, quiero ver la ciudad desde el faro, te pediré que me lleves al Morro, al falo de esta Habana hermafrodita, Habano encendido dando vueltas concéntricas que buscan la penetración. “Penétrame, forastero”, susurra la puta Habana desde su puerto vaginal.

Abriré las piernas para que tu lente me coagule junto a él/ella (Habana/Habano) y quedemos atrapados para siempre en el recuerdo. Mañana se romperá el cordón umbilical que me ata a este butacón y a ésta, mi ficción, mi muerte de palabras. Mañana tendré mi libertad acuñada en un pasaporte y la sonrisa de mi abuelo dibujada en mi boca. Porque mañana, amor mío, se habrá acabado el tiempo de hoy.



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Los hechos y/o personajes de esta historia son ficticios, cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia.

All facts and characters appearing in this work are fictitious. Any resemblance to real persons, living or dead, is purely coincidental.

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