Campos de Girasoles Para Siempre / Orlando Luis Pardo Lazo
by Sampsonia Way / August 16, 2013 / 4 Comments
1.
Leían cosas más bien decadentes: novelitas de personajes que se suicidan poco antes del autor que los escribió, ediciones de uso rematadas como papel reciclable, libros prohibidos, panfletos inéditos, joyas en bruto, y etcéteras por el estilo. Por supuesto, leer cosas más bien decadentes les hacía pensar que vivían en “una época absurda, de poca o ninguna acción, como suele ocurrir después de las grandes revoluciones o los pequeños naufragios”: una cita que a los dos les gustaba mucho y que seguramente salía de Silvia, de Gerard de Nerval (la preferida de Orlando), o de Orlando, de Virginia Woolf (el preferido de Silvia). En cualquier variante, a ellos les encantaba ser los protagonistas de tan hermosa y triste desesperación. Así que ahora ya sólo esperaban la menor oportunidad para actuar.
Cada noche, muy tarde, Orlando la llamaba para decirle: “Silvia, no pasa nada, pero me duele”, ella en silencio. Cada noche, por teléfono, Orlando le repetía: “Silvia, yo no soy yo, pero tú tampoco serás otra vez tú”, ella en silencio. Hasta que, cada noche, Orlando la agredía para provocarla: “Silvia, es inútil esperar que llegue el amor: ojalá no te hubiera conocido jamás”, ella en silencio, sin prestarle demasiada atención a su patetismo. “El miedo te mata, Orlando”, era la voz en calma de Silvia.
Y entonces él sentía la rabia. Un rencor que lo taladraba todo por dentro: gusanos con pinchos en su cerebro, chillando en un coro esquizo de pésima afinación. Orlando temblaba de ganas de asesinarla, sin advertírselo, por la espalda. Deseos de rajarle en mil y un pedazos aquel cráneo lúcido con el teléfono. Placer de escupirle una obscenidad precisamente a su amor: “¡Silvia, muérete!”, por ejemplo, y colgar sin darle chance de reaccionar. Y justo así Orlando lo hacía, iracundo al punto de la imbecilidad: “¡Silvia, muérete!”, y le colgaba sin que al otro lado de la línea ella tuviera chance de reaccionar.
- Orlando Luis Pardo Lazo
- Narrador y fotógrafo, Orlando Luis Pardo Lazo Es editor de las revistas culturales Extramuros (2001-2005) y de varios e-zines independientes cubanos: Cacharro(s), The Revolution Evening Post y Voces.
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Durante dos o tres minutos él cerraba entonces los ojos y respiraba sensacionalmente mejor. De pronto se sentía el ser más desolado y sincero del universo. Durante dos o tres minutos Orlando leía, tatuadas sobre su pecho, las siglas de esa loca palabra: l.i.b.e.r.t.a.d. Por fin él estaba libre de Silvia, y Silvia lo estaba de él. Sin lecturas decadentes ni radicales libres en sus neuronas: más allá del naufragio y el rescate, más acá del estancamiento y la revolución. Por fin Silvia estaba libre de Orlando, y Orlando lo estaba de ella también.
Hasta que un frío le paralizaba los pulmones y el estómago, al punto de retorcerlo de pánico y dolor. Una úlcera mental, casi física. Un vómito que le arrastraba los dientes de tan violento y vacío. Entonces Orlando descolgaba el teléfono y abría demencialmente los ojos, para captar todo el desamparo de Lawton y marcar espantado el número de ella en Guanabacoa, volando como un poseso sobre los seis teclazos que lo separaban de Silvia.
- El Escritor Habla
- Entrevista por Yanira Angulo-Cano.
- “A falta de eventos (o de entusiasmo para narrarlos), me queda el lenguaje como última tabla de salvación (o perdición). Ante lo precario de nuestra memoria histórica, mi imaginación gramática me sirve de plastilina para moldear lo informe (y lo infame) de nuestro contexto: recuperar lo irrecuperable, expresar lo inexpresable, pensar lo imposible.
”
Y cuando la voz de ella le contestaba, Orlando ya no podía decirle silvia. Ni sálvame. Ni nada. Él sólo podía tragar una pasta muerta, sin saliva, antes de arrojarle encima una especie de llanto mudo, que era su infantil manera de pedirle perdón: “Perdóname, Silvia”, ella en silencio. “Perdóname, Silvia, yo no quería que fuera así”, ella en silencio. “Perdóname, Silvia, yo no quería que fuera así, ni de ninguna otra forma tampoco”, ella en silencio, ya lista para ser dios y resucitar a Orlando con su misericordia: los dos tocándose el sexo hasta la náusea y el sobrevoltaje de aquel cable telefónico propiedad de una empresa estatal.
Todas. Todas las madrugadas. Todas las madrugadas de Lawton y Guanabacoa ocurría así. Una tragedia en miniatura que acababa con pucheros y risas y chillidos de placer. Todas, todas, todas las madrugadas. Ellos querían flotar en la nata de una época aburrida, y semejante delirio les parecía entretenidamente genial. Ellos querían hundirse en el tiempo cero de los años dos mil. Y los dos sospechaban el fin de algo y el comienzo de una nada que, de lectura en lectura, Orlando y Silvia intuían que Silvia y Orlando ya estaban a punto de protagonizar.
2.
Para Orlando, sentarse en el parquecito de la calle B era la más cruenta manera de experimentar el horror. En Lawton iban siempre hasta allí, entre flamboyanes y gorriones abatidos por el sol nacional. Era un área agujereada por los refugios en tiempos de paz, pocetas antiaéreas inundadas por décadas de lluvia y fermentación. Una manzana arrasada por el incivil combate de los vecinos contra sus bancos, faroles y caminitos. Más los serpenteantes ríos de brujería albañal. Más el óxido rojo y el comején de sus cachumbambés y columpios. Más los pinos raquíticos por el exceso de luz cubana. Más Silvia recién llegada en metrobús desde Guanabacoa, con la mirada desenfocada de tanto Lawton al límite.
Para Silvia, sentarse en el parque B era la más amable manera de experimentar el horror, sintiéndose menos sola abrazada a él: casi dentro de Orlando. Y hasta allí se dirigían los dos, mediodía tras mediodía. A hacer nada. A mirarse. A matar el tiempo y el perenne estado de nervios en que sobrevivían los dos. A temblar y dar vuelta a las páginas. A leer tomitos de papel tan calcinado como el paisaje, o paraje. A sentirse perdidos en la lectura, héroes anónimos de los que ningún suicida escribió. Allí dejaban correr los nombres patrióticos de los años. Sin historia y sin tiempo, Orlando y Silvia sin apellidos, sin pasado ni futuro: criaturas de un puro presente reconcentrado, boqueando al aire preso de la ciudad. Y nada les parecía más excitante que ese día a día sin reglas ni consecuencias, ese amasijo de historias compradas al por mayor entre las polillas y el tedio de una librería estatal.
Desde la calle B, ellos veían pasar los metrobuses por la avenida Porvenir, como rastras apestosas y hepáticas. Desde allí iban contando, como si estuvieran en un mirador a ras de tierra, a los borrachitos sin patria cuyos hígados nunca se acababan de suicidar. Desde allí Silvia y Orlando se admiraban mutuamente, casi agradecidos a dios, o a la carencia crónica de dios, de tener aquel banquito aburrido donde leer y amarse entretenidamente y, con suerte, de mes en mes y de milenio en milenio, resistir en privado la experiencia cruenta y amable de tanto público horror.
3.
Manejaban entre los autos, toreando cláxones y frenazos, burlándose de los semáforos descolgados por la nuca allá arriba, sin creer del todo en ningún mensaje o señal. Habían decidido que para ellos ya había sido suficiente lección. Por eso odiaban tanto aquella entrañable ciudad: por su estilo de eterna aula, de claustro uniformado, de escuelita disciplinaria imposible de ignorar o dinamitar. Ellos esperaban el instante justo de cada uno, antes de emitir un aullido y saltar, como fieras arteras, sobre no podrían decir todavía qué. O quién. Y mucho menos para qué o por qué.
Por el momento manejaban a ciegas sobre la moto de él, una Júpiter canibaleada con piezas de Harley-Davidson. Iban fundidos en un solo cuerpo, clavándose las uñas alternativamente según estuviera Orlando o Silvia al timón, penetrados en la promesa de hacerse libres antes de hacer por fin el amor: la promesa de esperar con tal de no sentirse culpables bajo la inercia fofa de lo repetitivo. Por el momento manejaban de noche, comentando aquellos sitios que llamaban su atención a esa hora, cuando les parecía más verosímil inventarse, de barrio en barrio, la barbarie de un mapa no tan tétrico como teatral: un libro abierto abandonado incluso por su anónimo autor.
“Silvia, de esa azotea saltó la amante de Virginia Woolf”, dicho en Ñ y 23. “Orlando, en ese solar se fundó el Partido Nazi Cubano”, dicho en San Lázaro y Lealtad. “Silvia, ese edificio curvo es una hoz y su torre sería el martillo”, dicho en Línea y L. “Orlando, bajo esos zapatos de bronce enterraron la rótula rota de Gerard de Nerval”, dicho en Avenida de los Presidentes y Malecón.
Manejar juntos los animaba, espantando el tedio de manejar. La Habana se les llenaba de imágenes tontas y respirables, y les parecía divertido y rebelde contarlo todo de nuevo para ellos dos, desde cero y todavía menos, sin detenerse nunca en ningún decorado, y sin recordar a la noche siguiente cuál detalle era falso y cuál sería verdad.
“Silvia, en ese asilo murió Orlando, la mejor personaje de Virginia Woolf”, dicho en Dolores y Acosta. “Orlando, en las ruinas de ese restaurant funciona en secreto el reactor atómico de Juraguá”, dicho en Infanta y P. “Silvia, hay una noche del mundo en que el túnel de la bahía te conecta dos veces con el mismo lugar”, dicho en Prado y La Punta. “Orlando, en esa iglesia hay un cáliz con la sangre que no coagula de Silvia, el peor personaje de Gerard de Nerval”, dicho en Novena y 84.
Manejaban alternándose el timón, hasta agotarse, hasta caer rendidos sobre el exagerado tanque de gasolina. Entonces tiraban la moto en cualquier parqueo estatal, tomaban un taxi en dólares, y en veinte minutos cada uno estaba de vuelta en su cuarto: tendidos sobre la cama sin destender, los dos ya listos para el teléfono, con aquel terrible y tierno ritual de ofensa, llanto, perdón y placer a través de un cable.
Todas las madrugadas ocurría así. Todas las madrugadas. Todas. En Guanabacoa y en Lawton y en todo el planeta: ellos resistían o jugaban a resistir. Hasta que una mínima variación fue suficiente para que Orlando y Silvia deshilacharan esta historia tejida únicamente para ser protagonizada por ellos dos.
4.
Silvia se apareció con un revólver en el mediodía líquido del parque B. “Es de mi bisabuelo”, dijo, “mira la fecha en el cabo: MCMX”. Orlando se motivó: “El año del cometa asesino. En 1910 el siglo XX debió desaparecer por su propia voluntad”.
Silvia lo haló hacia ella sobre el banco. Puso la cabeza de Orlando en sus piernas y se echó hacia delante para taparle el sol cenital. Orlando cerró los ojos. Igual el resplandor era demasiado, y atravesaba los pelos de Silvia como si fueran una palmera de gasa o una pirámide de cristal. Todo el año hacía el mismo calor. La realidad se les evaporaba, y a ellos les daba ira tener que existir así, húmedos y humillados: sin la ilusión de esos noviembres descritos en cualquier libro abierto y cerrado al azar.
Orlando le pidió el revólver. Lo lamió. Sabía a hemoglobina ferrosa, a salitre seco de yodo por alejarse demasiado del mar. Sopló tangencialmente aquel cañón casi centenario, improvisando una flauta fúnebre: “como tallada en tibia de puta o fémur de fusilado”, dijo él sin abrir los ojos. El sonido remitía a los acordes letales de una marcha nupcial. Y ese silbido silvestre despertó algo en Silvia pues, al devolverle su reliquia de muerte, él la oyó tomar una decisión: “Es ahora o ahora, Orlando, no perdamos por mediocres esta oportunidad”.
Y, sin necesidad de descorrer sus párpados, Orlando supo que ella sonreía magníficamente doblada sobre él: la boca abierta como una gruta, como el cráter rajado de un manantial. Para Orlando era muy fácil darse cuenta de la alegría de Silvia porque, desde donde él estaba, casi podía masticar el vapor cálido de su risa. Y el aliento de Silvia era el de frutas inexistentes bajo este clima feroz: uvas, peras, manzanas, y esas raras almendras sin carapacho. Orlando jugó a ser catador de vinos y pronunció en voz inaudible para el mundo, pero todo un grito de guerra para su amor: “Lo haremos porque hoy Silvia me sabe a cometa asesino, cosecha frustrada de 1910″.
5.
Fueron a las minas a ras de tierra de Guanabacoa. Cargaron con una enorme mochila donde el revólver iba escondido, flotando como un bebé secuestrado en una placenta de balas: cien, mil, cien mil proyectiles de calibre ligero. Por un costado del cementerio se internaron hasta la autopista nacional, tira infinita de ocho vías. “El 8 es un infinito de pie”, Orlando oyó a Silvia gritarle en el sillín de atrás: “y también una S doble, cerrada, sin claustrofobia pero sin libertad”.
Anochecía, y ellos dejaban atrás los rabiosos repartos de nombres mártires y vulgares. Pasaron vaquerías, fundiciones, torres de alto voltaje y de extracción de fuel, y también desesperados campos de flores para vender: la mayoría de girasoles, cabezas crispadas como puños a esa hora. Finalmente, el motor de la Júpiter-Davidson se detuvo en la boca cariada de las canteras, con la luna rebotando entre los farallones hasta caer en una laguna de plata. De lejos aún se veía el desfile inmóvil de los campos de girasoles, que a la mañana siguiente alguien vendría a decapitar. Entonces Orlando dudó: “¿Lo hacemos ahora, Silvia?”, y ella le contestó quitándose la ropa allí mismo, a horcajadas sobre el tibio tanque de combustible.
Orlando seguía agarrado al manubrio cuando Silvia le apuntó a la nuca con su revólver. Silvia puso en el tambor las primeras diez o diez mil balas, y rastrilló o algo por el estilo: clic-clac. Entonces ella le ordenó desnudarse él también. Y, después, le bastó con una frase de burla para echar a rodar la escena que echaría a rodar al resto del film, sin doblaje ni traducción: “Run for your life”, rió Silvia, y comenzó a disparar.
Orlando corría desnudo como una astilla de luna. Huía por su vida, pero sin miedo, tal como había sido acordado, sintiendo los zumbidos picoteándole alrededor: gorriones nocturnos en picada mortal. Bajo sus pies, los alfileres de cuarzo se le clavaban hasta el hueso con cada pirueta, y las gotas de sangre ya entibiaban aquel escenario bello al punto de lo criminal: de Orlando manaba un fluido rojo convertido en escarcha por el frío de su sudor.
Pasaron muchos minutos de fuga. Media hora, o una hora y media tal vez. Él cayó finalmente exhausto. Respiraba gracias a los sibilantes, sus poros eran pequeñas traqueotomías directo al pulmón. Silvia le había hecho poco más de dos mil disparos, como la fecha, y ahora la mochila parecía vaciada tras aquel ensayo de guerra antipersonal. Orlando jadeaba, el esternón se le quería partir, y su asma competía con las cuchillas de viento que se afilaban en los acantilados, rasurando el cuarzo hasta dejarlo en diamante. Shine on you Cuban diamond.
Él se arrastró unos metros hasta el borde mismo de la laguna. Miró arriba. Vio una luna metálica, doble. Y dos veces entonces bebió. El agua o la luz eran salobres. Sintió náuseas, pero volvió a tragar ese fluido de moho, oleoso y puro, seminal más que sideral. Y entonces se introdujo completo en aquel mar sólido, sin soltarse de una piedra rematada en forma de asa. Enseguida sintió la silueta de Silvia, que le daba una mano y le advertía a Orlando: “Ven, de noche el agua es más traicionera que el resto de lo real”.
Y él salió afuera y comenzó a besarle toda la piel, deteniéndose en las axilas de Silvia primero y en su ombligo felpudo después: crin hirsuta que le tatuaba la pelvis. Se dieron un abrazo tembloroso, mitad fiebre y mitad frialdad. Se manipularon con cinismo los sexos bajo el cielo célibe de Cuba, pero ni siquiera intentaron hacer el amor. Esa noche todavía no. A los dos aún les faltaban demasiadas palabras para un acto así: lujo luctuoso y liberador. A los dos aún les sobraba pánico. De manera que allí permanecieron hasta poco antes del amanecer, vírgenes onangélicas, cuando el cosmos entero se puso malva y después naranja, y después amarillo y después blanco, y después sin color y después azul: un aqua-cyan con tiras necróticas, donde ni el día ni la noche se borraban del todo entre sí.
La idea era recuperarse y hacer entonces lo contrario a plena luz: que Silvia practicara su mejor estilo de fuga, el cuerpo desnudo bajo los rayos del sol, mientras Orlando le apuntaba con las balas restantes, siempre listo para fallar. Pero, según amanecía, les fue llegando más y más alto, desde el otro lado de los farallones, el aullido histérico de los altavoces y las sirenas. Había comenzado el asedio, o ya el asalto quizá.
Silvia y Orlando se vistieron antes de asomarse al acantilado y ver la aparatosa caravana policial, que venía describiendo eses a campo traviesa entre los surcos de girasoles, chapeando cabezas de óleo, raspando un van-gogh desenfocado que, desde la altura en que él y ella se atrincheraban, les pareció mejor que cualquier pintura o pintor. Los disparos de madrugada probablemente habían delatado su juego: algo así dijo Orlando (“este es un país sin armas”), y Silvia asintió con un bostezo que él convirtió en beso, justo cuando los labios de ella estaban en el punto máximo de tensión (“este es un país sin almas”, susurró). Orlando pensó que, ciertamente, el vaho de aquella boca era más eterno que la palabra silvia que la definía.
Se tomaron de la mano. La respiración paradójicamente se les frenó, también el pulso y el nerviosismo en que sobrevivían. Y lo decidieron al unísono con la mirada, sin necesidad de verse otra vez, los ojos extraviados en el horizonte, desde donde la autoridad ya los instaba a rendirse sin fuga y sin resistir.
Era la hora sin hora, la de Orlando y Silvia, la de Silvia y Orlando: en cualquier orden de anarquía y desesperación. Ninguno de los dos quería borrarse las siglas de aquella súbita l.i.b.e.r.t.a.d.: puzzle del que nunca se arrepentirían, sólo de eso estaban seguros bajo la amenaza del amanecer. Además, hacía tanto que esperaban una brecha así, que ya no tenía sentido ni olvidarlo ni volverlo a pensar. Les bastaba ahora con un primer gesto de reacción. Un acto, un ademán, un golpe: tras tanta decadente cultura pasada por escrito en un borrador, actuar era para ellos ahora el único verbo que valía la pena deletrear.
6.
Huyeron en moto por las canaletas del fondo, por ese archipiélago de pueblitos floridos y sosos que a la postre desemboca en Tarará. Y de ahí recto por Vía Blanca, con dirección a Matanzas o al puente póstumo de Bacunayagua: altar de suicidas locales, escribieran o no libros donde los personajes se matan poco antes o después de su autor.
Orlando manejaba furibundamente, proyectando piedras de asfalto a tope de velocidad, mientras Silvia le daba ánimos encajada entre sus riñones y vértebras, sentada abierta en tijeras sobre el sillín de atrás. Estaban un poco mareados, pero con una calma muy eufórica por la estampida. Huían: eran prófugos capaces de alguna acción. Y esa energía vital les insuflaba el vértigo de una caída libre. Por fin eran ellos los que hacían las cosas pasar. O por lo menos se resistían a dejarlas indolentemente pasar. Por eso en ningún momento pudieron callarse, atropellando planes al unísono que ni él ni ella comprendían muy bien, pues el viento en ráfagas de 200 o 2000 km/h les secuestraba la voz.
El motor reverberaba, como todo el resto de la realidad: sus restos de irrealidad. Una cosa sí entendieron y les dio mucha risa, carcajadas de locos que escapan en una ambulancia estatal: a partir de ahora él sería siempre Orlando Woolf (“lobo orondo en honor a Virginia”, dijo él), y ella sería siempre Silvia de Nerval (“volátil visión de uves que tuvo Gerard”, dijo ella). Renombrarse les parecía el mejor síntoma clínico de las infinitas ocho siglas de una palabra: l.i.b.e.r.t.a.d.
Y fue rarísimo. El paisaje no avanzaba. Palmas, algarrobos, ceibas y flamboyanes salpicados con los colores primarios. Vacas y caballos, arados y tractores, ancianos de siglos y niños de semanas, mujeres y militares. Las líneas del pavimento homogenizaban los trazos del recorrido. Todo volaba ante los ojos de ambos, pero el paisaje completo no parecía avanzar. Orlando Woolf y Silvia de Nerval se revolvían en una burbuja de excepción cinética, en un fotograma congelado de cualquier road-movie local: extrañísima inercia que a los dos les parecía un milagro ancestralmente habitual.
La Júpiter-Davidson rugía como una garganta de dragón. Escupía chispas por las cuatro bocas del tubo de escape, arrastrando un cordón de humo más turbo que turbio. Cometa de carrera, de carretera. La Vía Blanca lucía irreconocible esa mañana. Orlando Woolf sintió los labios de Silvia de Nerval sobre su nuca, justo donde horas antes ella había clavado el cañón mortífero de 1910: “Qué lenta es Cuba”, la oyó quejarse: “amor, ¿no puedes acelerar?” Y él le explicó a gritos que los pistones estaban ya a punto de derretirse en plasma patrio. Entonces doblaron la curva de Santa Cruz del Norte y, aunque no vieron nada, los dos sintieron aquel golpe seco que hizo añicos los focos y los lumínicos, y cuyas esquirlas los recubrió de una pasta o polvillo raro.
Miraron atrás por instinto, sin detenerse. Y vieron una especie de títere azul, zigzagueando entre las ocho sendas, a la par que lanzaba chorros de tinta roja por las extremidades, dibujando un grafiti ilegible sobre la carretera. “¿Matamos a un policía?”, dudó Orlando Woolf ante una imagen tan obvia. Y Silvia de Nerval esperó varios segundos o kilómetros antes de responderle: “Ojalá”.
Porque ya no tenía sentido frenar la escena, mucho menos por un accidente. Ya estaban involucrados y el precio de ser libres sería el mismo. El caucho de las gomas se hacía viscoso y, a partir del choque, manejaban sin que ninguno estuviera seguro si retrocedían adelante o continuaban marcha atrás. De hecho, Orlando Woolf arañaba ahora la espalda de ella, y Silvia de Nerval era quien guiaba el timón sobre unas huellas frescas de moto que, sin dudas, eran las de su propia Júpiter-Davidson unos minutos o kilómetros atrás: el paisaje estático les daba la impresión de volver sobre sus propios frenazos. Avanzaban en fast-forward contra el viento, pero con el viento a favor en rewind.
Así cruzaron las líneas férreas y reconocieron el perfil en contraluz de los pinos raquíticos y los flamboyanes sin pájaros, recortados sobre aquel mismo césped sin vecinos ni bancos ni faroles ni caminitos: una ciénaga infectada de aparatos de diversión infantil, amenazantes como saurios prehistóricos. Era, otra vez, el provinciano parquecito de la calle B, apenas a un par de cuadras de la avenida Porvenir.
Silvia de Nerval no se detuvo. Ni se inmutó. Ni tampoco se lo hizo notar a Orlando Woolf, que de todas formas ya lo sabía, y a su vez luchaba contra su asombro para no hacérselo notar a ella, trepidante ahora al timón, cortando camino por la escalinata del convento estatal. No era necesaria otra explicación: la barrida bariada de Lawton reaparecía mientras más se alejaban de ella. Entonces Silvia de Nerval cruzó tangente al estadio de béisbol, y enseguida recuperaron la visión en ángulo ancho de esos campos de flores para vender que pululan en las afueras de Guanabacoa: girasoles desesperados en su mayoría, con las marcas aún babeantes del asalto policial del que ellos querían o creían huir.
Unos metros más, y la Júpiter-Davidson estuvo de vuelta en la boca cariada de las canteras, con la luna rebotando entre los farallones hasta caer en una laguna de plata. De pronto ellos intuían que toda aquella fuga era sólo ilusión, porque el tiempo cero de los años dos mil les devolvía las cuatro siglas más fulminantes del siglo: c.u.b.a. por todas partes, c.u.b.a. para todas las épocas, c.u.b.a. como libertad gratuita y obligatoria, c.u.b.a. como ubicua ubicubidad, c.u.b.a. como cadalso.
De hecho, de nuevo estaban rodeados por la autoridad y así les era imposible distinguir. Ni resistir, ni fugar, ni nada. Ciclo cósmico cerrado. Big-Boring más que Big-Bang. Las ansias de protagonismo de Orlando y Silvia habían abortado, como sus apellidos de último minuto. O precisamente al revés: gracias a seguir rodeados, es que Silvia y Orlando podían ejecutar ahora su parto de muerte, o tal vez su pacto de vida. Un acto no tan tétrico como teatral. La debacle de volver a ser ellos mismos les parecía el camino más corto para ser otros por fin.
7.
Las canteras rielaban. El cuarzo patrio restallaba rabiosamente en las pupilas de ambos. Desde el agujero lechoso de la luna, una calavera de conejo les hacía una mueca obscena, a pesar de que ya había salido el sol. Ellos se sentían tan ajenos y tan parte de todo… Tan ambiguos, tan distantes, tan definitivos y tan cercanos, que aquel tendría que ser el fin…
Se afincaron sobre la Júpiter-Davidson, collage de caballo mecánico con piezas en cirílico y en inglés. Orlando volvía a estar al timón. Aceleró. Olieron la gasolina recalentada al alba, con sus más íntimos alcoholes de destilación casera. Él quitó el freno de mano y Silvia se paró en puntillas sobre las cuatrobocas del tubo de escape. La moto se encabritó, parada, bípedo haciendo maromas sobre la goma trasera. Y, sin ponerse de acuerdo, Orlando y Silvia profirieron un alarido seco que evaporó al rocío remanente de la mañana. Howl. Aullido. Howllido.
Saltaron. Sólo entonces repararon en que, a pesar de recordarlo a la perfección, aún no se habían vestido. La moto comenzó a empinarse en una parábola loca sobre el precipicio y, ya en el aire, ellos se descubrieron tan desnudos como en la madrugada anterior. Abajo quedaba el despliegue militar que casi logra atraparlos. Más que leída, se trataba de una escena desleída, una pose literalmente sacada de un film: plagio de dos mil y tantas películas baratas, donde el guión al final da un salto sobre la valla de lo verosímil. Orlando y Silvia bien sabían que todo era sólo espectáculo. Silvia y Orlando bien sabían que, precisamente por eso, ellos dos manipulaban en ese instante los más recónditos hilos de lo real.
Oyeron la fanfarria de los altavoces y la histeria de las sirenas. Allá abajo sus perseguidores parecían formados en un ejército de juguete. Sobre el horizonte en forma de lazo corredizo, las nubes se les antojaron cargadas de agua y electricidad: ondas deslocalizadas en una ecuación insondable, insoluble. La laguna de plata no era más que “una moneda sin curso de 1910”, dijo él: “el escupitajo de un dios desterrado en cometa”, dijo, “superficie de espejo sin nada que reflejar”.
En algún momento Silvia dejó de gritar en el aire y dijo: “No veo nada desde aquí atrás”. Y Orlando enseguida la consoló: “Tampoco hay mucho que ver”, con un tono jovial: “allá abajo apenas parecen canteras de cuarzo muerto y campos de girasoles por ejecutar”. A cambio, ella emitió un brevísimo “ojalá”, comprimido casi a una sílaba, y entonces los dos rieron, flotando en el pico máximo de la parábola, los dos ingrávidos pero ya a punto de recuperar la masa perdida con el impulso.
Orlando sintió que Silvia se le encajaba con mayor fuerza. Los senos de ella le barrenaban sus pulmones y le salían a ambos lados del esternón. Silvia lo amenazaba otra vez por la espalda: lo estaría encañonando o devorando por atrás. Orlando sintió las manos salvajes de Silvia, colocadas como lentes opacos bajo sus párpados, metiendo los dedos-raíces hasta raspar su retina. Ahora él tampoco podía ver, acaso porque a él le daba también igual. No ver es la mejor manera de mirar. La moto recuperaba gramo a gramo su gravedad, y descendía con avidez para hacerse añicos contra un vocabulario de palabras pesadas, pasadas de moda, comprimidas a una sola sílaba o a todo un vocubalario oficial.
Y ahí se consumó la magia trasnochada de esperar meses o milenios para hacer el amor. Ese salto mortal fue el clímax de una caída presa de la que ellos querían o creían huir. Esa fue toda la opción que, los dos a ciegas sobre el barranco, pudieron por fin escoger para resistir y escapar: “Elige, amor”, dijo él: “¿canteras de cuarzo muerto o campos de girasoles por ejecutar?” Aunque ella, como respuesta, sólo lo penetrara un poco más, hasta desbordarlo por dentro y llenar ambos cuerpos de Silvia, tras aquella vertiginosa y voraz selección: “Por supuesto, campos de girasoles para siempre”, pronunciado con calma: “aunque el miedo te mate, Orlando, la eternidad aún está por ejecutar”.
8.
A la medianoche siguiente, tras otra larga y estrecha jornada de leer cosas más bien decadentes y, en consecuencia, convencidos de que vivían en “una época absurda, de poca o ninguna acción, como suele ocurrir después de las grandes revoluciones o los pequeños naufragios” —una cita que a los dos les gustaba mucho y que seguramente salía de Silvia, de Gerard de Nerval (la preferida de Orlando), o de Orlando, de Virginia Woolf (el preferido de Silvia)—, él levantó el auricular y marcó desesperadamente los seis teclazos de ella. Como de costumbre, por el tono de la voz hilvanado por uno y otra, era evidente que la historia destejida por ambos sólo ahora estaba a punto de comenzar.
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Los hechos y/o personajes de esta historia son ficticios, cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia.
All facts and characters appearing in this work are fictitious. Any resemblance to real persons, living or dead, is purely coincidental.
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4 Comments on "Campos de Girasoles Para Siempre / Orlando Luis Pardo Lazo"
Girasoles mios,, danos la Luz: Mariposas todas, ( almas voladoras). lleven a Landy a los campos dorados para que desconozca el tediomiedo y se reencuentre con los suyos en paz y amor. Derrumben la cuarta pared. Laman el dolor del mundo para limpiar la culpa haciendolo libre una vez por toda. Amen.
Mariposa.
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