Breaking News / Jorge Enrique Lage
by Sampsonia Way / August 1, 2013 / 1 Comment
Ella no significa nada para mí, y sin embargo
iré tras el misterio de su muerte.
-Rodolfo Walsh
Dicen que la autopista va a atravesar la ciudad de arriba a abajo. Lo que queda de la ciudad. Por el día avanzan los bulldozers barriendo parques, edificios, shoppingcenters. Por las noches yo deambulo en las proximidades del mar, entre los escombros, las maquinarias, los contenedores, tratando de avistar desde ahí la magnitud de lo que se avecina. No cabe duda de que la autopista será algo monstruoso.
Con las autopistas ocurre lo siguiente: no importa por dónde pasen, a cada lado empieza a crecer (como intención del espacio, como posibilidad) el desierto.
Esta noche me vuelvo a encontrar con él. Yo le llamo el Autista. Alguna vez fue un nerd, un geek, un freak a su manera. Ahora está más allá de todo eso. Lo encuentro sentado junto a unos esqueletos de carros americanos que deben tener más de un siglo. Se ha hecho un enredo de cables de distintos colores con los que se alumbra para leer el último número de la revista Wired. Lo saludo con un gesto y sigo de largo. Alguien debería hacer un documental sobre él.
Un contenedor misteriosamente abierto. Ilumino la puerta de metal con un fósforo. Un montón de pegatinas que dicen: SNACK CULTURE. Afuera, por ambos lados, en letras más grandes, es probable que diga lo mismo: SNACK CULTURE. Adentro hay (tiene que haber) un cadáver.
- Jorge Enrique Lage
- Editor de la revista El cuentero y la editorial Caja China del Centro de Formación Literaria “Onelio Jorge Cardoso”. Ha publicado los libros de cuentos “Yo fui un adolescente ladrón de tumbas” (Extramuros, 2004), “Fragmentos encontrados en La Rampa” (Abril, 2004), “Los ojos de fuego verde” (Abril, 2005), “El color de la sangre diluida” (Letras Cubanas, 2007), “Vultureffect” (Unión, 2011); y la novela: “Carbono 14, una novela de culto” (Altazor, Perú, 2010).
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—¿Algo más? —pregunta el Autista.
—Montones de cajas, cajas, cajas.
—Me refiero a si hay otros cuerpos.
—Ahora estamos tú y yo, ¿no?
—Otros cuerpos. Otros cuerpos.
Casi me los está pidiendo. Le digo:
—No sé por qué tendría que haberlos.
Una patrulla de helicópteros cruza por delante de la luna. Cuando desaparecen, el Autista me mira con su cara desprovista de expresión y me dice:
—Siempre lo mismo. Tú, yo, y una mujer muerta.
Vestida como una reina, o como una puta vestida de reina, vestido de noche y afilados tacones y bolso Vuitton, hasta la sangre debajo de ella resulta un charco carísimo. Se vistió para salir con alguien, quizás a una alfombra roja, quizás a una fiesta de famosos, algo que en definitiva no salió bien. El peinado deshecho, el maquillaje intacto. No es una mujer joven, pasa los cuarenta pero conserva rasgos de niña quirúrgica. Tiene joyas, pero no dinero. Sin duda habrá tenido muchos amigos e impredecibles amantes. Se puede inferir toda clase de historias con sólo mirarla tendida en el piso de un contenedor. Es, por supuesto, Vida G. La Cuban-American model, singer, actress… Su rostro pretende ser inconfundible todavía.
Hay que hacer algo. Busquemos un teléfono, sugiero. Busquemos un maldito celular. Vámonos a Nokia, esa pequeña ciudad de Finlandia.
Pero no nos movemos. Empezamos a discutir si uno de los dos debiera quedarse cuidando (tal vez examinando cuidadosamente) el cadáver de Vida. Y en medio de esa discusión necrofílica nos alcanza la llovizna. La llovizna que se había estado moviendo hacia nosotros sin que nos diéramos cuenta.
Por un instante, cuando casi roza nuestras narices, vemos esto: Lo que parecía un velo de agua es como un frente de éter electrónico, como una pantalla con abundante estática, como un cristal que torna líquido el panorama visible a través de él. Pasa rápidamente por encima de nosotros y no provoca sensación alguna; en cualquier caso el efecto se desvanece al momento y tras su paso todo queda igual que antes, pero es un todo más iluminado y en escala de grises.
El Autista y yo nos miramos. El Autista me dice que él sabe dónde encontrar una camilla. Yo pienso: ese basurero de trastos de hospital sólo existe en tu mente.
Ponemos a la Cuban-American muerta en una camilla metálica con ruedas, y nos vamos rodando hasta la garita que custodia la zona. El vigilante sale a nuestro encuentro apuntándonos con una linterna:
—¡Alto ahí! ¿Quiénes son ustedes?
No respondemos esa pregunta.
Teoría del silencio reflejo.
—¿Cómo entraron?
—Siempre estuvimos adentro —dice el Autista.
—¿Qué llevan ahí? —El vigilante se acerca a inspeccionar la camilla—. La gente viene a robarse materiales de construcción, y ustedes…
—¿Reconoce quién es? —le pregunto—. Fíjese bien.
Él aguza la vista. Es gordo, es patético, le lleva unos diez destruidos años a Vida y parece necesitar, como mínimo, unos espejuelos.
—Qué buena está la temba ésa —reconoce—. Se ve que es una diabla caprichosa. Por cosas así es que yo padezco del corazón.
—En las revistas del corazón vienen listas de transplantes —dice el Autista sin propósito definido—. Hay que leer de todo.
El vigilante lo mira con una mezcla de confusión y reverencia.
—Mira tú, yo estoy en una lista de transplantes.
—¿Entonces qué está haciendo aquí? —le pregunto.
—Espero a que terminen la autopista. Pagan una mierda, pero pagan. Yo era coronel de las Fuerzas Armadas, ¿saben?, y miren donde he terminado. En una garita toda la noche mirando televisión —el vigilante vuelve a mirar el cadáver, chasquea los dedos—. ¡Ya sé! Ella es la del noticiero.
Entramos a la garita. En un televisor portátil en blanco y negro está puesto el Noticiero Nacional de Televisión, y ahí está ella. Viva y en vivo. Vida G es la locutora principal. Con un escote devastador, nos habla de un maremoto en Asia. Pero también es el locutor principal. Vida G con bigote espeso, el pelo escondido en una peluca, las tetas apretadas e invisibles bajo el traje y la corbata. Y también es ella la mujer del Tiempo: con otro traje, en pantalón ceñido y diferente, la misma voz recorre con la mano el mapa de la isla señalando altas temperaturas.
Y a continuación Vida G como el apuesto joven de los deportes que conversa con un canoso analista de béisbol que es ella también. Y después Vida G en la sección de culturales: la cara más gorda, la sonrisa amplia, la blusa decepcionante. Y Vida G la presentadora de los reportajes de Vida G, la corresponsal que reporta desde distintos lugares del mundo. Adelante, Vida. Muchas gracias.
—Esto significa algo, dice el vigilante.
Sus ojos se agrandan y su rostro palidece. Ha visto una señal clarísima en la superposición de tantas imágenes informativas con el cuerpo que acabamos de encontrar. Sin duda alguna esto tiene que ver con él, últimamente todos los cañones apuntan en su dirección. Él la estaba esperando, ella ha venido por fin a buscarlo. Ha llegado la hora fatal. (Pero a mí se me ocurre otra cosa.)
—Quizás no sea lo que usted imagina. Sin pretender restarle validez a sus conjeturas terminales, con el mayor respeto, yo creo que puede ser todo lo contrario. Puede ser la oportunidad de tener un corazón nuevo.
El vigilante pestañea, perplejo.
—¿El corazón de ella? ¿Ponerme su corazón?
—Ahora mismo, antes de que se enfríe. Si es cierto lo que usted dice, no tiene nada que perder. En cambio, si todo sale bien…
—¡Pero cómo voy a vivir yo con un corazón de mujer!
—Si las mujeres pueden, coronel, cómo usted no va a poder.
Él queda en silencio. Meditabundo, se lleva una mano al pecho y se da unos golpecitos.
El Autista y yo nos miramos. El Autista me dice que él sabe dónde encontrar una camilla.
Yo pienso: No se atreverá. Estoy seguro.
Sin embargo, se acuesta sin vacilaciones en una camilla metálica al lado de la de Vida y cierra los ojos y se hace el que está decidido y más que decidido: anestesiado.
—Bisturí —le pido al Autista.
Trato de concentrarme mirando fijamente a la donante. Rasgo la tela del vestido. Por supuesto que no lleva a ajustador. Aparto un poco la teta izquierda. Si pincho donde no es puede salir un chorro de silicona, puedo encontrar una bala perdida o un fajo de billetes, puede pasar cualquier cosa. Hago la incisión. La abro. Profundizo. (Probablemente haya que usar una sierra.) Aparto las costillas y el plástico. Separo todo lo que no es importante ahora. El corazón queda a la vista. Corto todas las tuberías y cables que lo sujetan. Meto mis manos sucias dentro del pecho que todavía está caliente, que se calienta todavía más…
Quema. (Sale un humo perfumado.) Saco el corazón de Vida G.
—Qué asco —dice el Autista a mis espaldas.
Sostengo el corazón de Vida G como si fuera la cosa más frágil del mundo. Está húmedo. Es pequeño y femenino. Es un juguete erótico. Es de pilas: vibra entre mis manos. O no: son mis manos las que vibran, son mis nervios que le transmiten electricidad.
De pronto el corazón late. Un solo latido. Un latido fuerte. Me vuelvo hacia el Autista.
—¿Tú viste eso?
—No.
Observo el corazón durante unos segundos. No vuelve a latir. Lo aprieto un poco. Nada. Le pido al Autista que lo sostenga y vuelvo a empuñar el bisturí.
—No lo dejes caer. Dámelo cuando yo te lo pida.
—No sé por qué quisiera quedarme yo con esto. Ella no significa nada para mí.
—De acuerdo.
Me acerco al otro cuerpo. Él ya se quitó la camisa del uniforme y muestra el pecho fláccido, hundido, con algunos pelos solitarios que parecen gusanitos retorcidos. Siento un corazón, el mío, latiendo con fuerza. Miro al Autista, miro el corazón, ese pedazo de mujer en sus manos. Miro el pecho todavía por abrir. Levanto el bisturí. Lo dejo caer. Retrocedo.
—Lo siento, coronel.
Él se levanta. Empieza a abotonarse la camisa.
—Sabía que no te ibas a atrever —dice.
O quizás sí.
El coronel se acuesta sin vacilaciones en una camilla metálica al lado de la de Vida y cierra los ojos y se hace el que está decidido y más que decidido: anestesiado.
—Bisturí –le pido al Autista.
1. Abro el pecho de ella, saco el corazón.
2. Abro el pecho de él, saco el corazón.
Echo el corazón 2 a la basura. El corazón 1 se lo pongo a él.
Le cierro el pecho a él mientras el Autista le cierra el pecho a ella.
—Ella no significa nada para mí —murmura—, y sin embargo aquí estoy rellenándole un hueco con arena de autopista. Ella no significa nada para mí, y sin embargo aquí estoy cosiendo con alambre su cuerpo atropellado.
Le digo que se calle, porque a fin de cuentas él es el único que entiende lo que está intentando decir. Esa es una de las razones por las que le llamo el Autista.
La operación militar al fin concluye.
—Listo, coronel.
Él se levanta. Empieza a abotonarse la camisa.
—Ahora vamos a enterrar a la perra esa —dice.
Ya no hay que llamar a la policía: ahora él es la policía. Nos habla de otros cuerpos enterrados, de un lugar que él conoce, donde va la gente (no los tipos que pagan una mierda: los tipos que pagan de verdad) a deshacerse de los cuerpos en la noche.
Prostitutas. Mendigos. Testigos. Y cuerpos que lanzan los helicópteros, también, y fugitivos desesperados que se entierran a sí mismos escarbando con las uñas. Cadáveres que nadie encontrará nunca, asegura el coronel. Todo esto, hasta donde alcanza la vista, dentro de poco estará cubierto por toneladas de asfalto. Todo.
- El Escritor Habla
- Entrevista por Claudia Apablaza.
- “Narro lo que sale justamente detrás de las palabras, con esa sustancia que queda, como un malestar, como una indigestión, en el interior de la historia que estás contando. No soy el lector indicado para dar definiciones. La mezcla y el reciclaje parecen ser un buen punto de partida.
”
Caminamos los tres en silencio. Conduciendo la camilla de Vida G por senderos de tierra rocosa. Le pasamos por el lado a camiones de ruedas inmensas, bordeamos gigantescos depósitos de agua o de cemento. La vista puede llegar todavía más lejos: el alcance de las imágenes de un satélite, los futuros mapas de Google. Pienso en los infinitos carriles que parten desde el continente cercano, en infinidad de luces brillantes, en la pesadilla de hormigón que viene rugiendo por el mar y que pasará por encima de esta franja de tierra despoblada y seguirá rumbo al sur, rumbo al mar otra vez.
El coronel busca entre unos arbustos, debajo de unas tablas, y aparecen un pico y una pala en el claro de luna. No hacen falta más herramientas para ocultar el transplante. La verdadera y definitiva prueba del transplante.
El coronel me muestra el pecho. La herida es un surco inflamado, de color rojizo, atravesado por un tejido de púas a punto de reventar.
—¿Esta chapucería no es una prueba suficiente?
—No —le digo. Y sé que tengo razón.
—Cállate. Vamos a abrir el hueco.
Cavamos. El coronel cava con pasión, con orgullo, con brutalidad. Despliega una energía de otro mundo.
Nos detenemos a una profundidad aceptable. El coronel carga a Vida G y la tumba al borde del hueco.
—¿Alguno de ustedes quiere decir unas palabras?
Yo me encojo de hombros. Yo ni siquiera sé quién es ella. Es mejor decir una teoría. O contradecirla. Pero no digo nada. (Vida’s Life: de La Habana a New Jersey a los inflados globos oculares de medio mundo a la velocidad de esos automóviles americanos que no se detienen nunca de regreso a La Habana otra vez y para siempre y…)
El Autista, como para que nadie más lo escuche:
—Ya nadie sabrá dónde encontrarte, Vida Google.
—G —corrijo inútilmente.
El coronel levanta la mano:
—Yo sí tengo unas palabras. Lo que yo tengo que decir es lo siguiente —se zafa el cinto, se abre la portañuela, se baja el pantalón y el calzoncillo ripiado. Le sube el vestido a Vida, le quita el blúmer de encajes, lo arroja al fondo del hueco—. Aunque esté muerta, esta perra va a saber lo que es un macho cubano.
La mano del coronel empieza a gestionar una erección.
—No creo que sea el momento —le digo.
El Autista me toca el hombro y me pasa una revista. Es el número de Playboy que tiene a Vida en la cubierta y en las páginas centrales. Realmente no sé de dónde saca esas cosas.
—Ya verás, ya verás… —arrodillado e incómodo entre las piernas abiertas de Vida, el coronel le manosea el pecho cerrado, le chupa los pezones sangrientos, le mete los dedos en la vagina mientras se sacude el pene, se lo estira, se lo aprieta…
No se le para.
Yo hojeo la Playboy. Los reportajes, las entrevistas, la ficción. Pienso en los lugares en que habrán sido leídas esas páginas pegajosas (y cómo habrán sido leídas, y por cuántas manos). Oficinas. Garajes. Sótanos. Campos de cultivo perdidos en mitad de una carretera remota. Garitas de vigilancia nocturna a lo largo de todo un recorrido de ruinas. La revista ha tenido tiempo para recorrer, de mano en mano, un largo camino hasta el Autista, hasta mí. Es un número viejo, un número de años atrás.
—Vamos, coronel —levanto la mirada y lo observo—. El momento ya pasó.
—No, no… yo sí puedo… ahora sí —y sigue masturbándose sin método y sin pausa y sin lograr una erección decente—. Ella va a saber que me la puedo templar como cualquiera —y con la mano temblorosa presiona su escurridizo glande contra los labios muertos de la vagina de Vida, tratando de abrirse paso—. Tengo su corazón pero sigo siendo… sigo siendo yo, ¿no es verdad? —me mira, nos mira—. ¿No es verdad?
El coronel respira con dificultad. De pronto deja de tocarse la entrepierna y se toca el pecho con fuerza, golpeándose. Su rostro cubierto de sudor se paraliza en una mueca. Un grito de dolor se le corta en la garganta. Sólo son unos pocos segundos antes de que caiga encima de ella como un animal muerto.
Me acerco a él. Busco el pulso en el cuello.
—Un infarto, o algo así —concluyo.
Empujamos los cadáveres a la fosa. Entonces escuchamos ese ruido que viene de lejos y que se acerca, se acerca, se acerca cada vez más. Precedida por un ruido de interferencia, la llovizna electrónica vuelve a alcanzarnos: la gran pantalla se nos viene encima y nos atraviesa y sigue de largo, dejándonos con el brillo y el contraste alterados. On mute. Estoy a punto de echar a correr.
—Creo que deberías ir a ver el televisor —me dice el Autista.
Corro hasta la garita. El Noticiero Nacional de Televisión no se ha acabado y no da señales de que se vaya a acabar en algún momento.
El coronel le habla a la cámara. El coronel lleva maquillaje discreto pero eficaz, polvos y pestañas, el pelo bien acomodado sobre los hombros, tetas reales, aretes falsos. El coronel está hablando de un documental próximo a estrenarse; lee con voz afectada la frase prodigio de la ingeniería insular.
Subo el volumen. El coronel, luciendo una sonrisa perfecta, anuncia que ya tienen contacto con la reportera Vida G, que se encuentra ahora mismo en…
Retrocedo, tropiezo con una silla, salgo. Adelante, Vida.
La veo, micrófono en mano, acercándose a mí. No hay cámaras, o yo no puedo verlas. Tampoco sé de dónde proviene tanta luz.
A mi izquierda, suspendido en el aire a la altura de mi brazo, está el logo del Noticiero junto a las letras luminosas que dicen EN VIVO. Ella camina arrastrando los tacones, uno de ellos torcido y el otro ausente. Tiene el vestido y los brazos cubiertos de tierra coagulada. Los ojos son dos cuentas de cristal opaco. Transporta cucarachas y moscas en el pelo. Todo su cuerpo da la impresión de estar lleno de agujeros por donde entran y salen cosas.
Por supuesto, ya sé lo que me va a preguntar:
—¿Tiene algo que decir acerca de la construcción de la autopista?
Vida G pone el micrófono en mi rostro. Observo las manos huesudas, las uñas que continúan creciendo despintadas y rotas. El perfume se hace intenso.
—Nada más —respondo.
Pero igual pudiera agregar cualquier otra frase. De todas formas nadie va a entender lo que estoy intentando decir.
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All facts and characters appearing in this work are fictitious. Any resemblance to real persons, living or dead, is purely coincidental.
Los hechos y/o personajes de esta historia son ficticios, cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia.
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